octubre 28, 2010

La casa en la montaña



Un desgarrador grito rompió el silencio del amanecer.

Mauricio, arrodillado frente a lo que había sido su hogar lloraba como un niño frente a la perdida de lo que hasta hacía unos momentos era todo en su vida. Las lágrimas corrían por sus mejillas y el desconsuelo era un nudo en su garganta. Lo había perdido todo, en tan solo unos minutos, y él no pudo hacer nada para evitarlo.

El fuerte sonido de los pájaros que revoloteaban sobre su cabeza desorientados, lo hicieron volver a la realidad.

Con mucha dificultad se incorporó, lentamente, sin importarle el barro ya seco, en sus ropas o manos. Secó sus lágrimas con su camisa y miró al cielo.
- ¿por qué? susurró sin siquiera poder emitir un sonido más.

Mauricio siempre había sido un hombre fuerte, desde niño, cuando a temprana edad tuvo que hacerse cargo de su familia, tras la muerte de su padre. Nunca nadie le había dicho que era su responsabilidad el hacerse cargo de su madre y sus 4 hermanos, pero él tomó aquella responsabilidad sin pensarlo dos veces. Sólo, con apenas 8 años.
La vida en el pueblo siempre había sido dura, pero él nunca flaqueó, siempre luchando frente a la adversidad, siempre con una actitud de ir hacia delante a pesar de las dificultades. Eso le costó caro, pero no se dio cuenta hasta ya bastantes años después, cuando siendo un joven de 28, todos los hombres del pueblo estaban casados y con hijos, en tanto que él era un hombre solitario que vivía retirado y a cargo de su anciana madre.

Con el tiempo se comenzaron a correr rumores sobre él, su carácter silencioso y alejado de todos lo había convertido en el comidillo del pueblo. Los niños se acercaban a su retirada casa para encontrar algún indicio de su locura, alguna evidencia que avalara las historias que circulaban en el pueblo, pero él siempre los descubría y los correteaba.

Tras la muerte de su madre, se aisló aún más de la civilización, viviendo solo con lo necesario para sobrevivir.

Sin embargo, y pese a que había aprendido a vivir solo y retirado, tenía que hacer viajes esporádicos al pueblo más cercano para compras víveres y ropa. Fue en uno de esos viajes cuando su vida cambió.

En el momento en que cruzaba el umbral de la tienda a la que siempre iba, la vio. Estaba parada ahí, frente a él. Sus ojos estaban clavados en ella, maravillados, impactados y no sabía que hacer. ¡Era incapaz de moverse!
Ella, parada ahí con su vestido carmesí bajo el gran tragaluz de la tienda, hacía brillar aquella oscura habitación cuál estrella caída del cielo, y al percatarse de la mirada fija y penetrante de Mauricio, se ruborizó.
Mauricio se dio cuenta de su impertinencia y reaccionó. Se acercó lentamente y con sus toscas maneras de hombre de la montaña se presentó.
Al escuchar pronunciar su nombre, Josefina, sintió, por primera vez, un fuerte golpe en su corazón. Había encontrado aquello que jamás pensó que encontraría y para lo cuál pensó no estar preparado: el amor.

A partir de ese momento su vida dio un giro que jamás hubiese esperado.

El tiempo pasó, Mauricio y Josefina se casaron y tuvieron dos hijos: Mauricio y Elena, en honor a la difunta madre de Mauricio.
Habían formado una linda familia en la hasta hace un tiempo, lúgubre y siniestra casa en la montaña. La oscuridad había dado paso a la luz y Mauricio estaba agradecido de todo aquello.

Las historias que habían existido en torno a él habían pasado a ser parte de las leyendas de la zona. Ya nadie lo asociaba a él con esas historias y hasta él había olvidado aquellos días.

Todo marchaba sobre ruedas, tenían grandes planes con Josefina y los niños, pero las jugarretas del destino quisieron otra cosa.

Como cada atardecer, Mauricio salió a la montaña a buscar madera para la chimenea. Estaba en medio del bosque cuando un extraño sonido comenzó a alertarlo. Los pájaros gritaban en el cielo mientras se dirigían lejos de aquel lugar. De pronto el húmedo suelo bajo sus pies comenzó a abrirse y no pudo hacer nada para evitarlo, oscuridad y barro era lo único que tenía frente a sus ojos. Al detenerse aquel gutural sonido proveniente del cerro mismo intentó incorporarse para volver a casa cuanto antes, mas no le fue posible. El deslizamiento había atrapado sus piernas y no podía moverse.

Buscó su hacha y tras encontrarla comenzó a talar aquellos gruesos troncos que lo tenían aprisionado. Lucho toda la noche por librarse de aquella prisión, pero la forma en que quedó atrapado le era incómodo para moverse y no fue hasta el amanecer cuando por fin logró zafarse. Se incorporó rápidamente y corrió cerro abajo hasta su hogar.

El espectáculo que tenía frente a sí era desolador. El lugar donde antes estaba la casa ya no estaba, la mitad del cerro había desaparecido y un gran alud sepultó el lugar.
No había rastro de su hogar, de Josefina o de sus hijos.

La desesperación era tal que no se había percatado de la gran herida que tenía en su pierna derecha. La pérdida de sangre lo hizo caer y solo pudo emitir un gran grito de dolor: ¡NO!

Aquel desgarrador grito rompió el silencio del amanecer.

Un sonido diferente llamó su atención, el río no le había permitido oírlo antes, pero volvió a escucharlo y esta vez estaba seguro, era lo voz de Josefina.
Corrió al río y vio como en la orilla poniente, estaba Josefina y sus 2 hijos atrapados sin poder salir.
Corrió como pudo a lo que había sido su casa para buscar algo con que llegar hasta la otra orilla y solo encontró su viejo kayak, lo tomó y volvió al río.
Dando instrucciones a Josefina, lograron llegar a una zona más baja y más angosta. Apoyó el kayak sobre unas rocas y lo instaló como puente.
Lentamente cruzaron sus hijos y finalmente Josefina. Una vez que estaban al mismo lado se abrazaron y rompieron en llanto, pero esta vez, de felicidad.


Foto: wizetux